Un Mundo Debajo de su Cuerpo / A World Beneath her Body

Fiction

UN MUNDO DEBAJO DE SU CUERPO

Por circunstancias inesperadas de la vida, Soledad Bautista llegó a vivir en la calle Miracle Mile, donde la cuidaba su hija menor, Ximena. Por la mayor parte de su vida adulta, Soledad vivía en un rancho aislado. Fue ahí donde crió a sus once hijas. Ximena tiene recuerdos intensos de su niñez en ese rancho, escenas grabadas perfectamente en su mente como las de una película. Ahora, esas escenas le vienen más vívidamente e facilmente que los acontecimientos cotidianos de su vida.

Piensa en los desayunos de su madre con un anhelo profundo. Ella siempre preparaba huevos frescos de la gallina, con yemas doradas. Los acompañaban tazas y tazas de café, hecho nomas con leche de las vacas—pero nunca con agua, porque diluye el sabor, según Soledad. Ximena se acuerda de las noches infernales del verano, cuando los zancudos festejaban, tragaban hasta reventarse,  y se morían en sus banquetes humanos. También vuelve a vivir, en su construcción del pasado, los tiempos del invierno, cuando racionaban el agua caliente para bañarse. Eran tiempos precarios para la familia Reyes. Aun así, las imágenes más vibrantes para Ximena son las de los platos llenos de el amor de su madre encarnado. Ximena jura que uno dormía mejor en esos tiempos. 

Las hermanas de Ximena no se acuerdan de su crianza de la misma manera. Unas pasaban los días esperando la llegada de gringos que las salvaran, que las sacaran de esa pobreza que tanto detestaban. Los gringos que sí llegaban no buscaban ayudar. Tenían intenciones más perversas. Cuando se iban, siempre se llevaban más de lo que daban. Otras no tienen tantos recuerdos de esos tiempos. Mariana, en particular, perdió años de sus memorias al alcohol, y a otras adicciones, de las cuales la familia nunca se enteró. 

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Soledad poseía doce corazones. Cualquier dolor o alegría que afligiera a toda la familia, ella lo sentía primero por los once corazones de sus hijas, y finalmente por el suyo. Ella era techo y refugio para su chamaquero, y una de sus tristezas mayores de la vida fue cuando sus hijas empezaron a buscar sus propios techos. Poco a poco, sus hijas fueron creando sus caminos en la vida. La primera a irse fue Josseline, la hermana mayor. Se casó con un hombre que la llevó a una ciudad distante en el norte. Era el tipo de ciudad que siempre aparecía en la televisión. Ese hombre le prometió que iban a la tierra de oportunidad y de ascensión. Le prometió felicidad. Luego siguió Lola, y después Mariana. Una por una, todas se distanciaron de sus vidas pasadas de pobreza. Buscaban separarse lo máximo posible de sus realidades antiguas. Ximena nunca entendió esa ansiedad que tenían, esa necesidad profunda de abandonar y olvidar. Ella fue la única que se quedó al lado de sus padres.

Pasaron los años, y eventualmente, falleció el esposo de Soledad. Lo enterraron en una parcela de tierra que habían comprado para los dos—para enterrar a Soledad junta con su esposo. Soledad ya no pudo mantenerse, ni a su hija. Cuando se casó, Ximena resolvió seguir el camino de sus hermanas, y se llevó su madre con ella. Soledad tuvo que abandonar a su rancho, a su hogar. Se mudó para una tierra extraña, donde las personas no hablaban su idioma, y ella no hablaba el de ellos. Ella nunca hizo el esfuerzo para aprender ese idioma lleno de palabras venenosas. Soledad sabía que ellos, las personas de esta tierra, jamás harían el intento de aprender el suyo. Sólo hicieron el intento de extinguirlo. Dormida, Soledad sentía sus susurros lentamente borrando las palabras de su memoria. Ellos quisieron ser ignorantes sobre su existencia, entonces ella eligió ser igual de ignorante. Eran vecinos, pero desconocidos por completo.

Fue aquí, en esta tierra extraña, donde Soledad aprendió que cada vida tiene un precio. Uno paga esa deuda con su cuerpo. Descubrió que, sí, existen cadáveres vivos, cuerpos jodidos con mentes hinchadas y huesos destruidos. Y esas ojeras … Soledad realmente nunca había visto ojeras así hasta que llegó aquí. Se espantó cuando se dió cuenta que le estaban saliendo ojeras así a ella. Eran una premonición, un síntoma, de la muerte. 

Los muertos andan en todas partes—la mayoría de ellos se dirigen en sus carros, que aprendieron a querer desde muy chiquitos. Participan en este ciclo perpetual de seguir las reglas. Aprendieron muy jóvenes a obedecer. Así, estos cuerpos desgastados con cerebros vacíos no necesitan que alguien los esté ordenando. Ellos mismos se regulan porque no conocen otra forma de vivir. Viven con miedo de la muerte, pero no tienen ni idea que ya han muerto. Tienen miedo del infierno sin darse cuenta que ya están ahí. 

Desde que llegaron, empezó a crecer un odio en la familia. Soledad se dió cuenta que los padres desaprendieron la paciencia con los hijos. Sus cuerpos siempre estaban tan cansados que solamente podían hablarles a sus hijos con palabras gritadas. Empezaron a vivir sus vidas corrigiendolos, enseñándoles a obedecer. Al final de cuentas, algun dia, los hijos tendrían que desgastar sus cuerpos también. Era mejor enseñarles ese dolor desde chiquitos, para que no se sorprendieran tanto cuando fueran adultos. 

Soledad siempre sabía que esa ideología dolorosa resultaría en pura tragedia. Un ejemplo: en un momento de cansancio, Josseline no percibió que su hijo, que tenía apenas tres años de edad, se salió de la casa. Se metió en la piscina que acababan de construir en su casa enorme, en la Ciudad de Ascensión. Se ahogó, justamente una semana después de su baptismo. Ese momento marcó el organismo de Josseline con sufrimiento.

Josseline iba a visitar a su niño en el cementerio todos los días. Por años, lloraba a un lado de su tumba hasta que se pusiera el sol. A veces no regresaba a la casa hasta muy noche, o no regresaba en absoluto. Ismael tenía que traersela a fuerzas a la casa. Su llanto fue su única respuesta fisiológica por años inmensurables. Su doctora decía que el glaucoma que sufrió más adelante en la vida era el resultado de llorar tanto. Ese dolor lo cargaban las dos, Josseline y Soledad, como piedras en sus zapatos. Tenían las ojeras hinchadas de tristeza pesada.

 Según la teoría del hijo más joven de Ximena, toda la familia es neurótica porque heredó la preocupación como maldición ancestral. Él cree que esa maldición es la semilla de desdén que se implantó en sus cabezas—la maleza que mató todas las flores. Soledad pasó muchos años de su vejez tratando de descubrir la origen de ese resentimiento, esa indiferencia que quema como ácido. Llegó a la conclusión que la familia no sufría de una maldición, sino que de una formación. La familia fue moldeada con la arcilla podrida de este país.

Soledad nunca se dejó ser vacía como ellos, pero no pudo proteger a sus hijas de esa vida. Todas ellas aprendieron a vivir con sus mentes o en el futuro o en el pasado. Si piensan en el futuro, es porque siempre habrá más para hacer o conquistar. Si piensan en el pasado, es porque hubo algo que no hicieron o no conquistaron. Como los niños pequeños de esta tierra, fueron condicionadas a pensar así. Soledad suponía que era porque una mente vacía no sabe cómo vivir en el presente. Nunca cuestionaría ni entendería las injusticias del momento actual.

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Vivió los últimos años de su vida en la traila blanca de Miracle Mile, junta con Ximena, su esposo, y sus cuatro hijos. Se mudaron a la misma ciudad donde vivía Josseline, pero ni todas las hermanas estaban tan cercas. Unas se fueron a ciudades hasta más grandes. Otras fueron a buscar paisajes que las hicieran pensar en el futuro. Su familia estaría eternamente dividida, sea por los pleitos de la familia, por la distancia entre ciudades, o por las fronteras que no permiten completad del alma.

El esposo de Ximena construyó una rampa a un lado de la traila para que Soledad pudiera entrar a la casa en su silla de ruedas. La necesitaba porque había perdido su pierna izquierda a la gangrena—fumaba todos los días por casi seis décadas. Ximena bien se acuerda de los tiempos cuando su madre la mandaba al mercado para comprar paquetes de cigarros: “Tráele unos cigarros a tu viejita, mija.” En esos tiempos, los cigarros costaban centavos, y quien tuviera unos centavos podía comprarlos. Ximena piensa en cada “mija” con cariño.

La calle empieza en una salida de la carretera 10. En Miracle Mile, había un poco de todo. En ese tiempo, había una gasolinera infame por su amplia selección de hot dogs y taquitos empapados de aceite. Al lado opuesto de la gasolinera, un departamento de policía amenazaba a todos alrededor. Un bloque adelante, un motel que se pagaba por hora. Cercas del motel, un boliche anciano. Más lejos del boliche, había un antro de estripistas—T.D.S. Girls, Girls, Girls!—donde los viejos gastaban todo su dinero y pasaban vergüenzas. Una vez, la vecina de la familia Reyes, Ana Lucía, se enteró que su marido lo frecuentaba. Lo sacó de ahí jalandolo por la oreja. 

En el final de Miracle Mile, que luego se convierte en la calle Oráculo, había una parcela de tierra verde. Era una de las únicas en esta ciudad infernal, donde el sol seca cualquier ser que no puede superar su brillo peligroso. Al pasarla en el carro, ella siempre exclamaba, “¡Ay, qué jardín maravilloso!” Sus ojos brillaban, impresionados por los árboles que protegen el zacate y las flores de abajo. “Como quisiera yo un jardín así para poder cuidarlo.” Una vez que estaba en el carro con Natalia, en vez de Ximena, Soledad empezó a soñar de su jardín mágico. Natalia se rió con ternura cuando la escuchó. Tuvo que desilusionarla: “Mamí, no es jardín. Es un cementerio.”

Por el resto de su vida, Soledad buscó esa sensación de estar viva de verdad, de sentir esa relación íntima con su tierra, su cuerpo, su lengua.  Si no podía regresar a la vida que tenía antes, tendría que reconstruirla donde pudiera. Simplemente resistir la presión de desgastar su cuerpo y de morir no era suficiente. Ella siempre estaba rodeada de palabras feas y inseguridades. Quería llegar a un lugar donde sentía que pertenecía. Sus ojos empezaron a prestarse más a la belleza en busca de lo que estaba ausente. Fue una busca sin fin. Pero aún así, encontraba pedacitos perdidos de ese sentimiento en todas partes.

Por su propio bien, Soledad mantenía su corazón arrugado bien alimentado. La nutrición la descobria en las flores esparsas, raras que sobreviven los rayos fatales del sol. Se identificaba con las margaritas que echan ojeadas por las quebraduras en la acera. Hallaba ese poder del amor en las salidas del sol que iluminaban el cielo del matiz de rosa de los cachetes de sus nietos. Cuando sus nietos no podían dormir, ella se desvelaba con ellos para observar las estrellas. Siempre le preguntaban a ella sobre Dios, y siempre batallaba con sus respuestas—pero encontraba fuerza en el canto de las palomas de luto, que ensayaban en coro al amanecer, con la intención de sacarla de sus pesadillas y traerla a un mundo de tranquilidad. Construían ese mundo para ella desde los árboles y saguaros que habitaban.

Siempre que tuviera la oportunidad, haría su mayor esfuerzo para romper ese hechizo que podía ver, con sus propios ojos, moldeando a sus nietos.

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Una noche, Josseline le llamó a Soledad por el teléfono. Se sorprendió porque Josseline casi nunca le llamaba.  Cuando queria platicar con su madre, iba a visitarla en la casa de Ximena. Se fue a su cuarto para contestarle. Percibió que estaba llorando. “Pero mija, ¿que pasó?” Josseline explicó que se iba a separar de su esposo, que ya no podía aguantarlo. Le explicó cómo se sentía de verdad, de lo cuanto se sentía perdida en su propia casa. Josseline pasó años fingiendo que lo habia superado, que era feliz. Pero no lo era. Su matrimonio era una unión perfecta del resentimiento y de la codicia. Parecía que tenía todo y nada al mismo tiempo. “Me perdí en el camino,” le dijo a su madre. Su marido la hizo sentir culpable por lo que había sucedido. Él siempre destruía cualquier indicación de felicidad con la palabra “culpa.” Soledad le recordó que él estaba equivocado.

Cuando Josseline colgó, Soledad respiró profundamente. Se acostó, y empezó a soñar. Se había preparado para sus pesadillas, pero esta vez, no aparecieron. En su primer sueño, estaba solita en su hacienda. Cerró los ojos y miró directamente al sol. Nunca podía hacer esto cuando estaba despierta porque se quemaría los ojos. Aquí, en este mundo, aprovechó la oportunidad. Estaba viendo pura luz, y así se sentía por dentro.

Su sueño cambió. Estaba en su cuarto en la traila. Vió una figura oscura, una sombra, en la esquina del cuarto cercas de la puerta. Pero Soledad no le tenía miedo. La estaba vigilando. La estaba protegiendo. La sombra quiso hablar, pero sus palabras no le llegaban. Era como si el espacio vacío entre ellos que estuviera consumiendo la voz.

Flotaba en el mar. Estaba lejos de la tierra, pero no estaba sola. Con sus orejas sumergidas en el agua, escuchaba el canto de las ballenas. Cantaba con ellas. Un tiburón se acercó a ella por curiosidad, pero la ignoró cuando se dió cuenta que ella estaba donde pertenecía. Existía un mundo entero debajo de su cuerpo. Todos los seres aquí la acompañaban. Debajo de ella palpitaba el corazón del océano que llenaba cada rincón de las venas de la tierra con agua.

El día siguiente, Soledad se despertó al escuchar los cantos de las palomas de luto. Preparó su café con pura leche. Se acomodó en el porche, sentada en su silla de ruedas. Se puso a ver la salida del sol, como hacía todos los días desde que llegó a esta tierra, pero esta mañana era peculiar. Sintió una vibración única en el aire. El calor del sol la tocó y ¡de repente! Empezó a sentir una sensación curiosa, rara. 

De repente, podía sentir sus piernas de nuevo. Su corazón se llenó con libertad. Sentía que estaba bailando con sus antepasados. Hacía mucho tiempo que no bailaba. La sombra le cantaba un himno de intimidad. Estaba viva, pero viva de verdad. Todos los pensamientos, las preocupaciones, las tristezas se derritieron. Se pegó a esa tranquilidad. No quiso perderla. Levantó los brazos y la abrazó como una vieja amiga, como alguien que conocía en una vida pasada. Las lágrimas corrían por su rostro. Lloraba de pura alegría. Cerró los ojos para poder eternizar el momento en su memoria, y nunca más los volvió a abrir.

AÑOS DESPUÉS

 Cada cambio, por tan pequeño que sea, me fascina. Nos bajamos de la carretera 10 y damos vuelta a la derecha, en dirección a Miracle Mile. Encontramos la gasolinera totalmente renovada, y el motel también. Parece que por fin cerraron el boliche y cercaron el estacionamiento. La traila sigue parada, en el lugar donde la dejamos, pero ahora está pintada de un color café oscuro, y le falta la rampa. Parece que la traila siempre estará pintada de un color diferente. Me impresiona lo cuanto los espacios se transforman cuando dejan de estar bajo nuestro control.

Llegamos al final de la calle, pero paramos antes de subirnos a la calle Oráculo. No la pudimos enterrar con mi abuelo, en su madre patria. Cuando tenía quince años, mis padres y yo nos fuimos a una ciudad más al norte, entonces regresamos a esta calle cada año para que ella sepa que no la olvidamos. 

Le traemos unos claveles rojos y blancos a mi abuelita Soledad. El clima está hermoso. Es un dia de invierno, pero el agasajo del sol nos da ganas de pasar todo el día acostados en el zacate. Tomamos sol y apreciamos el jardín que mi abuela tanto adoraba. Caminamos alrededor de las tumbas y vemos todas las flores, unas de plástico y otras de verdad. Hay unas tumbas completamente abandonadas, cubiertas de tierra. Hay outras con árboles de Navidad iluminados, con molinetes que reprimen sus ganas de volar. Se quedan inmóviles por la ausencia del viento.

Mi mamá me recuerda lo tanto que mi abuela amaba a las flores. Entre mí, pienso en una hoja de corazón que tenemos en nuestra casa. Desde mi cuarto, siempre escucho a mi mamá chiqueándola mientras le echa más agua y la acomoda en la ventanilla de la cocina. Mi madre le dió un nombre a la hoja de corazón: Soledad. ¿Cómo estará?

El cabello café rojizo de mi madre brilla en el sol. El color natural de su cabello es un café oscuro, casi negro, como el mio. Ya veo sus canas escapándose de los folículos de su escalpo. Le recuerdo que son cometas celestiales que Dios le da como regalo por su cumpleaños, pero ella nomás se ríe, y sé que nunca me cree.

Me relata cuentos de mi infancia que son, para mí, sueños muy distantes, fragmentos que me parecen cada día más irreconocibles. Escucho atentamente cada palabra—quiero cada chisme, cada gota de detalle, cada risa pequeña que se escapa de las entonaciones de su voz. Me emociona la facilidad que ella tiene para accesar sus memorias. Narra su vida en el rancho con precisión y nostalgia. Ese hogar perfecto de su niñez ahora nomas existe dentro de ella. Platicamos de mi abuela. Veo en sus ojos ganas de llorar, y ella las ve en los míos también. Nos detenemos. Ella me dice agotadamente, “Ahora la entiendo más que nunca.” 

Acomodamos los claveles juntos con los narcisos que mi Tía Josseline trajo. Siguen vivos, a pesar de estar allí por más de un mes. Mi Tía todavía vive en la ciudad donde enterramos a mi abuela. Mi mamá me cuenta que, de vez en cuando, cuando siente falta de su madre, mi Tía Josseline carga una silla cómoda para su carro y la mete en la cajuela. Acomoda su silla a un lado del panteón de Soledad. Pasan horas platicando y bromeando, hasta cansar los hoyuelos y provocar dolor de estómago por reír y sonreír tanto. Rezan juntas. Pasan todo el día oliendo las flores y admirando el cielo. 

“Josseline no llora porque sabe que no está sola,” me explica. Se queda hasta que el cielo escoja otro color de tela para tejerse. Empieza con dorado. Luego sigue rosa, y despues rojo. Se teje de manera lenta, ondulante, serena como el mar. Finalmente se contenta con un morado fuerte. La oscuridad de la noche vence la luz del dia. Ahí, en su jardín de eternidad, Soledad le dice a Josseline: “es hora de volver a casa.”

By Manuel Alexis Uribe Magaña

A WORLD BENEATH HER BODY

Due to some of the unexpected circumstances of life, Soledad Bautista arrived on Miracle Mile and lived under the care of her youngest daughter, Ximena. For most of her adult life, Soledad lived on an isolated ranch, where she raised her eleven daughters. Ximena has intense memories of her childhood on that ranch, scenes recorded perfectly in her mind like those of a movie. Now, those scenes come to her more vividly and easily than the everyday events of her life.

She thinks about her mother’s breakfasts with a deep yearning. Her mother always prepared fresh chicken eggs with golden yolks. She accompanied them with cups and cups of coffee made only with milk from the cows—never with water, because it dilutes the flavor, according to Soledad. Ximena remembers the infernal summer nights, when the mosquitoes celebrated, binged until they burst, and died in the midst of their human feasts. In her construction of the past, she also re-lives the winter, when they rationed hot water for bathing. These were precarious times for the Reyes family. Even so, Ximena’s most vibrant memories are those of plates full of her mother’s love incarnated. Ximena swears that one slept better in those times.

Ximena's sisters don't remember their upbringing in the same way. Some spent the days waiting for the arrival of gringos that would save them, that would take them out of the poverty that they loathed so much. The gringos who did arrive did not want to help. They had more perverse intentions. When they would leave, they would always take more than they would give. Some of her other sisters don’t have so many memories of those times. Mariana, in particular, lost years of her memories to alcohol and to other addictions that the family never found out about. 

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Soledad had twelve hearts. Any pain or joy that afflicted the whole family she felt first in the eleven hearts of her daughters and finally, in her own. She was a roof and shelter for her children. One of her greatest sadnesses in life was when her daughters began to look for their own roofs. Little by little, her sisters started to create their paths in life. The first to go was Josseline, the oldest. She married a man who took her to a distant city in the north. It was the kind of city that always appeared on the television. That man promised that they were going to the land of opportunity and ascension. He promised her happiness. Then followed Lola, and afterwards Mariana. One by one, they all distanced themselves from their past lives of poverty. They sought to separate themselves from their old realities as much as possible. Ximena never understood that anxiety that they had, that profound need to abandon and forget. She was the only one who stayed by her parents’ side.

The years passed and eventually, Soledad’s husband passed away. They buried him on a plot of land that they had bought for both of them—to bury Soledad and her husband together. Soledad could no longer sustain herself nor her daughter. When she married, Ximena decided to follow her sisters’ footsteps, and took her mother with her. Soledad had to abandon her ranch, her home. She moved to a strange land, where they didn’t speak her language and she did not speak theirs. She never made the effort to learn that language full of venomous words. Soledad knew that the people who spoke it would never attempt to learn hers. They only tried to extinguish it. In her sleep, she heard their whispers slowly erasing words from her memory. They chose to be ignorant about her existence, so she elected to be just as ignorant. They were neighbors, but complete strangers.

It was here, in this strange land, where Soledad learned that every life has a price, and one pays that debt with their body. She discovered that living cadavers exist, bodies wasted away with inflamed minds and destroyed bones. And the bags under their eyes … Soledad had truly never seen anything like them until she arrived here. She was frightened when she realized that she was getting bags like theirs under her own eyes. They were a premonition, a symptom, of death. The dead are everywhere—the majority of them transport themselves in their cars that they learned to want since they were little. They participate in this perpetual cycle of following the rules. They learned very young how to obey. That way, these worn out bodies with empty minds don’t need someone to give them orders. They regulate themselves because they don’t know any other way of living. They live in fear of death, but they have no idea that they have already died. They fear hell without realizing that they are already there.

Since arriving, a hatred started to grow in the family. Soledad realized that parents unlearned how to be patient with their children. Their bodies were always so tired that they could only speak with their children in yelled words. They started to live their lives correcting them, teaching them how to obey. In the end, one day, their kids would have to wear out their bodies too. It was better to show them that pain young, so that they wouldn't be so surprised when they were adults.

Soledad always knew that this painful ideology would result in pure tragedy. An example: in a moment of tiredness, Josseline didn’t realize that her son, who was just three years old, went outside. He entered the pool that they had just built at their enormous house, in the City of Ascension. He drowned, the week after his baptism. That moment marked Josseline’s body with suffering.

Josseline used to visit her deceased child in the cemetery every day. For years, she would cry until the sun dipped below the horizon. Sometimes she did not return home until very late, and sometimes she did not return at all. Ismael would have to drag her back to the house. Her crying was her only physiological response possible for the immeasurable years lost. Her doctor says that the glaucoma she suffered later in her life was the result of spending so much time crying. Josseline and Soledad both carried it around that pain like rocks in their shoes. They had dark bags around their eyes, swollen with desolate sadness.

According to Ximena’s youngest son’s theory, everyone in the family is neurotic because they inherited their worries as an ancestral curse. He believes that that is the seed of disdain that was planted in their heads—the weed that killed all of the flowers. Soledad spent much of her old age trying to understand the origin of that resentment, that indifference that burns like acid. She reached the conclusion that the family did not suffer from a curse, but rather from a molding. The family was molded with this country’s rotten clay.

Soledad never allowed herself to be empty like them, but she couldn’t protect her daughters from that life. All of them learned to live with their minds either in the future or in the past. If they think about the future, it is because there will always be more to do or conquer. If they think about the past, it is because there was something that they didn’t do or didn’t conquer. Like the small children of this land, they were conditioned to think like this. Soledad supposed that it was because an empty mind didn’t know how to live in the moment. It would never question or understand the injustices of the present.

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She lived the last few years of her life with Ximena, her husband, and her four children in the white trailer on Miracle Mile. They moved to the same city where Josseline lived, but not all of her sisters were as close. Some of them went to even bigger cities. Others went in search of sceneries that would make them think about the future. Her family would be eternally divided and separated—be it because of family disputes, the distance between cities, or the borders that do not allow for completeness of the soul.

Ximena's husband built a ramp up the side of the trailer so that Soledad could enter the house in her wheelchair. She needed it because she had lost her left leg to gangrene—she smoked for almost six decades. Ximena well remembers the times when her mother would send her to the market to buy packs of cigarettes: "Bring some old cigarettes to your viejita, mija." At the time, cigarettes cost pennies, and whoever had a few pennies could buy them. She thinks about every “mija” fondly. 

The street began at an exit off of Highway 10. On Miracle Mile, there was a little bit of everything. During those times, there was a gas station infamous for its wide selection of hot dogs and taquitos soaked in oil. On the opposite side of the gas station, a police department loomed threateningly over all the residents. A block ahead, a pay-by-the-hour motel, and near the motel, an ancient bowling alley. Further from the bowling alley stood a strip club—T.D.S. Girls, Girls, Girls!—where old men would spend all their money and embarrass themselves. Once, the Reyes family’s neighbor, Ana Lucía, heard that her husband was a regular. She dragged him out by the ear. 

At the end of Miracle Mile, which later turns into Oracle Street, there was a plot of green land. It was one of the only green spaces in this infernal desert city where the sun dries out any being that cannot overcome its dangerous brightness. When passing it in the car, she always exclaimed, "Oh, what a wonderful garden!" Her eyes glimmered, impressed by the trees that protected the grass and the flowers below. "How I would love to care for a garden like that." Once, when she was in the car with Natalia, instead of Ximena, Soledad started daydreaming aloud about the magical garden. Natalia laughed tenderly and had to disappoint her: “Mamí, it's not a garden. It’s a cemetery.”

… 

For the rest of her life, Soledad looked for that sensation of being truly alive, of feeling intimacy with her land, her body, her tongue. If she couldn’t return to the life she had before, she would have to reconstruct it where she could. Simply resisting the pressure to waste away her body and die was not enough. She was always surrounded by ugly words and insecurities, so she wanted to find a place where she felt she belonged. Her eyes started to lend themselves more and more to the beautiful things in life, as she searched for what was missing. It was an endless search. But even so, she would find lost pieces of that feeling everywhere.

For her own good, Soledad kept her wrinkled heart well-fed. She found her nutrition in the sparse, rare flowers that survived the sun's fatal rays. She saw herself in the daisies that peeked through the sidewalk cracks. She found love’s power in the sunrises that painted the sky in the rosy hue of her grandchildren’s cheeks. When her grandchildren could not sleep, she would stay awake with them to watch the stars. They always asked her about God, and she always struggled with her answers—but she would find strength in the song of the mourning doves. They rehearsed in chorus at dawn, with the intention of pulling her out of her nightmares and bringing her into a world of tranquility. They constructed this world for her from the trees and saguaros they inhabited. 

Whenever she had the opportunity, she would do her best to break the curse that she could see shaping her grandchildren with her own eyes.

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One night, Josseline called Soledad on the phone. She was surprised because Josseline almost never called her. Whenever she wanted to talk with her, she would visit her at Ximena’s house. Soledad went to her room to answer. She perceived that Josseline was crying. “But mija, what happened?” Josseline explained that she was going to divorce her husband. She couldn’t tolerate him anymore. She explained to Soledad how she truly felt, how lost she felt in her own home. Josseline spent decades pretending she had overcome it, that she was happy. But she wasn’t. Her marriage was a perfect union of resentment and greed. It seemed as though she had everything and nothing at the same time. “I lost myself on this path,” she told her mother. Her husband made her feel guilty for what had happened. He always destroyed any trace of happiness with the word “fault.” Soledad reminded her that he was wrong.

When Josseline hung up, Soledad breathed in deeply. She lied down, and started dreaming. She had prepared herself for her nightmares, but this time, they didn’t appear. In her first dream, she was alone on her farm. She closed her eyes and looked directly at the sun. She could never do this when she was awake because her eyes would burn. Here, she took advantage of the opportunity. She was seeing pure light, and that was how she felt inside. 

Her dream changed. She was in her room in the trailer. She saw a dark figure, a shadow, in the corner of the room by the door. But she wasn’t afraid. It was watching her. It was protecting her. The shadow tried to speak, but its words didn’t get to her. It was as though the empty space between them was swallowing its voice. 

Suddenly, she was floating in the ocean. She was far from land, but wasn’t alone. With her ears submerged in the water, she listened to the whales’ song. She sang along with them. A shark approached her out of curiosity, but ignored her when it realized that she was where she belonged. There existed an entire world below her body. All of the beings here kept her company. Underneath her raced the ocean’s pulsing heartbeat that filled every corner of the earth’s veins with water.

The next day, Soledad awoke to the mourning doves’ song. She prepared her coffee with only milk. She made herself comfortable  in her wheelchair on the patio. She watched the sunrise, like she did everyday since she arrived here, but this morning was peculiar. She felt a unique vibration in the air. The sun’s heat touched her, and then suddenly! She felt a strange, rare sensation.

Suddenly, she could feel her legs again. Her heart filled with freedom. She felt like she was dancing with her ancestors. It’d been such a long time since she had danced. The shadow singing a hymn of intimacy. She was alive, but truly alive. All of the thoughts, worries, and sadness melted away. She clung to that tranquility. She didn’t want to lose it. She lifted her arms and hugged it like an old friend, like someone she knew in a past life. The tears ran down her face. She closed her eyes to eternalize the moment in her memory, and she never opened them again.

YEARS LATER

Every change, no matter how small, fascinates me. We get off Highway 10 and turn right, towards Miracle Mile. We find the gas station completely renovated, and the motel too. It seems that they finally closed the bowling alley and the parking lot, though the trailer is still standing in the place where we left it. Only now, it is painted a dark brown color, and the ramp is missing. It seems that the trailer is painted a different color every year. It always impresses me how much spaces transform when they cease to be under our control.

We arrive at the end of the street, but stop before we get on Oracle Street. We couldn’t bury her with my grandfather, in her motherland. When I was 15, my parents and I went to a city hundreds of miles to the north. We return to this road every year, so she knows that we haven’t forgotten her. 

We bring some red and white carnations to my grandmother Soledad. The weather is beautiful. It is a winter day, but the sun’s warmth makes us want to spend the entire day laying down in the grass. We sunbathe and appreciate the garden that my grandmother loved so much. We walk around the graves and see all the flowers, some plastic and some real. Some are totally abandoned, covered with dirt. There are other graves with lit-up Christmas trees, with pinwheels that suppress their desire to fly. They remain still in the absence of wind.

My mom reminds me of how much my grandmother loved flowers. I think to myself  about the heart leaf that we have at home. From my room, I always hear my mother coddling the plant with sweet words while she pours more water on it and adjusts it by the kitchen window. My mother called the heart leaf Soledad. I wonder how it’s doing.

My mother's brown-red hair shines in the sun. The natural color of her hair is a dark brown, almost black, like mine. It has now been almost five weeks. I see her gray hair escaping from the scalp, and I remind her that they are heavenly comets that God gives her as a gift for her birthday, but she just laughs, and I know she never believes me.

She tells me stories from my childhood that are, for me, very distant dreams, fragments that seem increasingly unrecognizable every day. I listen carefully to every word—I want every chisme, every drop of detail, every little laugh that slips away from the intonations of her voice. It excites me how easily she accesses her memories. She narrates her life on the ranch with precision and nostalgia. The perfect home from her childhood only exists inside of her now. We talk about my grandmother. I see in her eyes the desire to cry, and she sees it in mine too. We hold ourselves back. She tells me defeatedly, "Now I understand her more than ever." 

We arrange the carnations together with the daffodils that my Tía Josseline brought. They are still alive, despite being there for over a month. My mom tells me that, from time to time, when she feels her mother’s absence, my Tía Josseline finds a comfortable chair and loads it in the trunk of her car. She places her chair next to Soledad’s grave. They spend hours talking and joking, until her dimples get tired from smiling and her stomach hurts from laughing. They pray together. They spend all day smelling the flowers and marvelling at the sky. 

“Josseline does not cry because she knows she is not alone,” my mom explains to me.  She stays until the sky chooses another color of fabric to weave itself with. It starts with gold. Then it follows with pink and red. It weaves itself in a slow, undulating, serene manner, like the sea. Finally, the sky contents itself with a strong purple. The darkness of the night overcomes the light of day. There, in her garden of eternity, Soledad reminds Josseline: "It’s time to go home."

Translation by Megan Bott 

Childhood Issue | May 2020